sábado, 21 de noviembre de 2009

Ensayo sobre ciudad y ficción

Me vi sumergida en una escena de película hollywodense. Sería algo así: La joven sintió un escozor cuando reconoció, en el libro que llevaba en sus manos, los lugares que su rutina le hacía recorrer diariamente. Aun más extrañada se sintió cuando el personaje del relato alcanzó el tren que va de Retiro a Tigre, el mismo en el que iba ella en ese momento. La concentración a la que la tenía sumida la lectura del cuento, sin embargo, no le permitió detenerse demasiado en la coincidencia. Pero el sobresalto fue inevitable cuando, tras leer las tres últimas líneas, que contenían el trágico final del protagonista muerto debajo del tren en la estación Olivos, la joven levantó la cabeza y vio, como una risa del destino, las palabras, la estación que acababa de pasar: Olivos.
Podríamos elevar la discusión y decir que me vi sumergida en un cuento de Cortázar, como “La continuidad de los parques”, en el cual un hombre es alcanzado por la acción de la novela que está leyendo. Efectivamente, lo que narro en el párrafo anterior me sucedió mientras leía “La segunda vez”, de Edgardo Cozarinsky. En mi caso, sería algo así como la continuidad de los trenes. Sin embargo, mi falsa modestia no me permite concebirme como un personaje cortaziano. Aunque sí me voy a permitir usar al autor de Rayuela para buscarle una explicación al hecho o, en realidad, para dejar de buscarla. En su texto “El sentimiento de lo fantástico1”, Cortázar propone pensar a lo fantástico, “esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen o se están cumpliendo sólo de manera parcial, o están dando su lugar a la excepción”, esos “paréntesis de la realidad”, como algo que está presente en nosotros mismos, que “no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural” en nuestra vida propia.
Entonces, me pregunto, ¿cuál es la relación entre lo ficcional, lo metafórico, y lo real, lo figurativo? ¿Son la misma cosa, como, a lo mejor, sugiere Cortázar? ¿Dónde está el límite entre ambos? Si yo leo que el tren está pasando por la estación Olivos, ¿el tren efectivamente está pasando por la estación Olivos?
De acuerdo a Paul Ricoeur, existen tres mímesis en el proceso que va desde la vida en acción al acto de lectura, entre el antes del texto y después del texto. Las dos primeras no nos ocupan para estos interrogantes, comprenden el momento previo a la escritura, cuando el sujeto reconoce en la realidad aquellos elementos y establece significaciones simbólicas que luego volcará en el texto, y el proceso de escritura propiamente dicho, cuando el autor configura la trama y establece una refiguración metafórica del campo de acción. La tercera, por su parte, consiste en el momento del acto de lectura, cuando el lector toma la experiencia remitida por el escritor y la refigura según su propia experiencia, la hace confluir con su propia existencia. Temiendo haber caído en tecnicismos y en aproximaciones teóricas para las que mejor resultaría leer al propio Ricoeur, me explico: el tren pasando por la misma estación en la realidad que estaba pasando en el papel y en la realidad que estaba pasando en mi vida no es otra cosa que la confluencia entre dos experiencias, la mía y la de Cozarinsky -buen día Cozarinsky, un gusto conocerlo y cruzarlo por acá, en este tercer mundo que creamos entre sus mímesis 1 y 2 y mi mímesis 3, curiosa confluencia la de nuestras respectivas reconfiguraciones de la realidad, ¿no le parece?-.
La casualidad me explicó de la mejor manera a qué se refiere Ricoeur cuando habla de un tercer tiempo posible en la ficción. El tiempo real es desordenado y muchas cosas ocurren en simultáneo, sin embargo existe una relación de anterioridad y posterioridad que no puede revertirse. El tiempo de la narración debe ser lineal, simplemente porque unas palabras no pueden superponerse a otras y aún así ser inteligibles. La ficción da lugar a un sistema de tiempo con reglas propias, donde el narrador y los personajes pueden ir y venir y, a la vez, se encuentran con el lector. El tren de la ficción pasa por la estación en el instante justo en el que el lector lee que el tren pasa por la estación. Que ese momento coincida con el tren del lector, el tren real, no es más que una invitación, o una cachetada, del universo para comprender lo metafórico de nuestra existencia, lo fantástico de la realidad, a lo Cortázar.
Voy a usar por tercera vez la palabra “confluencia”, es que me gusta pensar a lo metafórico y lo figurativo en un mismo plano. Es así como viendo una foto de Rafael Calviño, en la que un indigente duerme junto a una publicidad gráfica, en la cual dos personas le dan la espalda -y acá ya introduje la confluencia, porque establecí una relación entre eso simbólico (la publicidad) y eso real (la persona que duerme)- yo puedo pensar que lo que estoy viendo existe, y no por ser una fotografía es no real.

Capaz que verdaderamente hay un hombre que duerme usando un cartón de frazada y al lado, justo al lado, dos personas que les dan la espalda y miran una pared. Porque está bien que es una publicidad, y está bien que es una publicidad adentro de una foto, ¿pero no está ya la publicidad, la imagen, inserta en nosotros? ¿No estamos ya formateados? ¿Podemos distinguir, vale la pena distinguir, a esta áltura, la mentira de la verdad? La verdad: un mecanismo extraño para mí reprodujo lo que se vio por la lente de una cámara en un pedazo de papel, papel virtual o real. La mentira: un hombre duerme tapado con cartón al lado de dos personas en un museo de arte banalizado que le dan la espalda. Y ya no sé cual es cual.
Y justamente porque me gusta ese momento en que, congnositivamente, como en lo que acabo de plantear respecto a la foto de Calviño, y de manera más tangible en la anécdota del tren y Cozarinsky, la metáfora coincide con lo real, es que me gusta la ciudad. Porque es, justamente, es el escenario perfecto para la creación de la metáfora, para la resignificación de esa gran bola de realidades que nos arroja permanentemente Buenos Aires, como otras ciudades, en su constante movimiento y sobreabundancia de elementos y lecturas que marean al ojo curioso, al ojo desautomatizado. Acepto esto último como máxima pero no termino de entender por qué. ¿Qué es lo que lleva a la ficción a ocuparse tanto de la ciudad? ¿O qué es lo que lleva a la ciudad a estar tan ocupada por la ficción?
Quizás la anécdota que remito en el primer párrafo sea el ejemplo de cómo y por qué la ciudad da trama a la ficción. Tal vez sea esa sobreabundancia de elementos, de contrastes, la que incita a la literatura a acercarse a la ciudad, o quizás no sea una elección voluntaria, sino que ambas quedaron entrelazadas en una maraña de significados. Porque, justamente, eso tienen en común, son una gran telaraña. ¿Tejida por quién? ¿Será el capitalismo desenfrenado, que encuentra su más (im)perfecta expresión en la ciudad, la araña que teje y da por resultado esa red de la que lo más humano de los humanos quiere escapar y por eso recurre a esa realidad/no realidad que es la ficción para hacerlo?
Por otro lado, la literatura no puede tocar a la ciudad sin marcarla, sin llenarla de su materialidad intangible. En este punto, voy a caer en la irreverencia de citar una obra que no leí. Afortunadamente, Carlos Gamerro, a través de su ensayo “Pérdidos en la ciudad2” disimula un poco mi ignorancia y me permite hablar del Ulises de James Joyce. De acuerdo a Gamerro, la Dublín que construyó Joyce, y por cómo lo hizo, en su novela se mantiene exacta en el tiempo. “Como Dublín ha cambiado poco en cien años, el viajero puede tomarse el trabajo, Ulises en mano, de comprobar por sí mismo la exactitud de sus construcciones urbanas, y donde ya no esté el edificio original probablemente encontrará una plaqueta de bronce con la figura de Leopold Bloom y la cita del Ulises correspondiente: es decir, Joyce no sólo ha puesto a Dublin en un libro, sino que ha logrado que Dublín se convierta en uno: al recorrer las calles de la ciudad la vamos leyendo en las palabras que el autor eligió para ella”, explica el escritor. Y si desconfío de que la fotografía de Calviño sea la verdad y un hombre durmiendo junto a dos personas que le dan la espalda la mentira, ¿por qué no puedo suponer que la Dublín tangible es menos real que esa formación paralela que creó Joyce, y hoy se mantiene a fuerza de placas de bronce, como esos juegos en los que uniendo puntos se forma un dibujo?
Ciudad y ficción se hayan en una relación de reciprocidad. Una le da su elemento a la otra y viceversa. La ciudad le da trama a la ficción y la segunda entrama a la primera, de la misma manera en que lo real le da su sustancia a la metáfora para que esta juege irrespetuosa con ella y la metáfora resignifica a la realidad para que no paresca tan absurda, para unir significados y tranquilizarnos un poco, sentir que estamos presos en algo más profundo que el azar, que ese maraña, esa tela de araña, es una red donde caer, que es más suave que el piso, que el golpe duele menos y que la red está, que no es un abismo.

1 comentario:

  1. Che, esta muy bueno esto. Metelo en la Contratapa de Domingo...

    Un poco largo, eso si. Costó a esta hora.

    Saludos!

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